CULTURA

Fui, vi y escribí: Alma de diamante

05.01.2023

La fuerza y el magnetismo de la gran novela de la catalana Mercè Rodoreda siguen intactos, 60 años después. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Fui, vi y escribí: Alma de diamante
La fuerza y el magnetismo de la gran novela de la catalana Mercè Rodoreda siguen intactos, 60 años después. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Hola, ahí.

Llegamos al 2023 y, aunque por ahora apenas cambió un número, se advierte en el aire el espíritu de un corte, una quebrada y acá estamos. Finalmente, de eso se trata: nadie ni nada cambia de un día para el otro, pero necesitamos convencernos de que es posible.

Tal vez sea una manera de seguir adelante sin perder la ilusión e imaginando que los tiempos duros en algún momento se terminan. Si no, explicame la emoción de ese conteo vigoroso del año viejo que da paso al año nuevo, el modo en que monitoreamos la hora para la explosión del corcho y el frenesí de abrazos y mensajes de whatsapp que le sigue al brindis de las 12.

Posiblemente esa “hora nada” en la que cambia el bendito número sea aquella en la que más veces te dicen que te quieren y más veces decís cuánto querés a los otros. Y hasta te sorprendés de una cosa y de la otra porque el cambio de año habilita una forma de expresividad que durante el resto del año queda en reserva.

Lo que me lleva a pensar que, tal vez, la resaca del 1 de enero no tenga que ver sólo con el alcohol y los excesos gastronómicos sino también con esos otros excesos, los del discurso: las diferentes formas del amor también nos pueden dejar agotados.

Traductores, a sus tapas

Leo mucho, ya sabés. Por mi trabajo leo mucho de lo nuevo, novedades editoriales que quienes estamos en esto buscamos divulgar para mantener activa la rueda de la industria y porque confiamos en nuestra literatura y en nuestros escritores y también en nuestros editores, que a veces incluso apuestan por publicar novedades extranjeras jugándose con traducciones propias, que influyen muchísimo en el resultado final de la edición.

Me colgué con esto: hace unos días algunos usuarios de Twitter decían no entender el reclamo de aquellos lectores que piden/pedimos que el nombre de los traductores figure en las tapas de los libros. Se mostraban sorprendidos por el pedido, como si no supieran la importancia del trabajo del traductor en un país periférico como el nuestro, que durante décadas dominó el mercado editorial en español y que tuvo y tiene algunos de los traductores más brillantes: Enrique Pezzoni, Pepe Bianco, Marcelo Cohen, Borges, Esther Cross, Laura Wittner, Teresa Arijón, Cristian Kupchik, Jorge Fondebrider, Inés Garland…

La traducción es vital para los lectores y los nombres de los traductores pueden ser garantía no solo de calidad del trabajo con la lengua sino también de calidad literaria porque muchas veces quienes traducen eligen trabajar sobre textos de autores que admiran. De manera que sí, amigo, el nombre de quien traduce una obra debería ir siempre en la tapa del libro.

Pero mi intención no era escribir sobre traducciones sino sobre lecturas. Y te contaba que leo muchas novedades porque el ejercicio del periodismo cultural me obliga a esto y además me entusiasma, pero también me entusiasma —y muchísimo— leer obras clásicas o libros que ya tienen mucho tiempo de editados pero que por una razón u otra aún no leí. Y acá voy con mi primera lectura 2023, que me llenó el alma de placer.

La primera vez que escuché hablar de La Plaza del Diamante, de la escritora catalana Mercè Rodoreda, fue a comienzos de los 80, una época en la que en España comenzaron a filmarse unas series que tuvieron mucho eco en Argentina como Los gozos y las sombras, con Charlo López y Eugenio Poncela, o Anillos de oro, con Ana Diosdado e Imanol Arias (quien entre esta serie y su papel como el sacerdote Ladislao en Camila, de María Luisa Bemberg, fue uno de los hombres más apasionadamente soñados de su tiempo). Fue entonces que vio la luz una película y también una serie (con el mismo material se hicieron ambos productos) basada en la celebrada novela de Rodoreda.

Pero no me llamaron la atención ni la serie ni la novela. Tal vez porque por esa época había muchas películas y literatura sobre la Guerra Civil y no me interesaba particularmente leer algo más o quizás era un momento de mi vida en el que pensar en una literatura vinculada a las emociones me parecía algo menor.

La verdad, no lo sé; si sé que me la perdí entonces y que me la gané ahora, que no solo disfruté la lectura de la novela sino que entiendo claramente por qué consideran a Mercè Rodoreda la escritora más importante en lengua catalana.

Inolvidable Colometa

Natalia es una muchacha joven y huérfana de madre que vive su adolescencia y primera juventud en el barrio obrero de Gràcia, en la Barcelona de los años 30. Fresca e ingenua, vende dulces y confituras y mira el mundo con los naturales ojos de la novedad. Magnetizada por el Quimet, un ebanista atractivo y seductor a quien conoce en un baile de la Plaza del Diamante, deja a Pere, su novio, e inicia con él un romance que terminará en matrimonio y que le dará dos hijos, al tiempo que el marido decide encarar lo que en principio es un negocio, la cría de palomas.

Su casa se convierte en un gran palomar y ella pierde poco a poco espacio físico en el hogar en virtud de la posible empresa familiar, y se ve obligada, además de a mantener el aseo, el cuidado y el alimento de marido e hijos, a limpiar los desechos de las aves las veinticuatro horas del día, mientras su esposo se desentiende y hace su vida. Para peor, como el dinero no alcanza, Natalia termina trabajando unas horas por las mañanas para una familia rica del barrio a fin de llevar unos billetes a casa.

La muchacha no es feliz y ni siquiera tiene con quien compartir el fastidio, la desilusión, el malestar. El Quimet reproduce un estereotipo del hombre de la época: apasionado, machista y egoísta. Prefiere pasar el tiempo con sus amigos y le escapa al trabajo todo lo que puede. No concibe que su mujer lo contradiga y la considera una posesión.

“El Quimet no veía que lo que yo necesitaba era un poco de ayuda en vez de pasarme la vida ayudando…”.

Una de las primeras cosas que hace para marcar su sello en la relación es cambiarle el nombre, aunque ella insiste en que él la llame Natalia. Sin embargo, desde el comienzo él desoye su deseo y decide llamarla Colometa, que quiere decir “palomita” en catalán.

“Me dijo que si quería ser su mujer tenía que empezar a parecerme bien todo lo que a él le parecía bien. Me soltó un gran sermón sobre el hombre y la mujer y los derechos del uno y lo derechos de la otra y cuando pude cortarle le pregunté:

—¿ Y si una cosa no me gusta de ninguna manera?

—Tendrá que gustarte, porque tú no entiendes”.

La historia transcurre en un período histórico clave de la España del siglo XX que va de la década del 30 a la del 50 (período previo a la Segunda República, Segunda República, guerra civil, posguerra), que coincide con la entrada al mundo adulto de la protagonista, su madurez y el comienzo de su vejez. En ese tránsito, la Colometa conocerá el dolor, el hambre, la decepción, la humillación y la desesperación de estar viva en un tiempo de muertos y también, ya sobre el final, sabrá lo que se siente al ser amada y respetada.

Lo que no conocerá Colometa es la pasión. Las mujeres, por entonces, no tenían permitido ser apasionadas.

A la Colometa, de alguna forma una niña eterna, le siguen gustando las muñecas, hay un magnetismo en ellas que busca también para sentirse menos sola.

Transcribo un párrafo en el que puede advertirse el talento de la autora para las descripciones y también puede oírse esa voz que, como te digo, queda resonando para siempre.

”Muchas tardes me iba a mirar las muñecas con el niño en brazos: estaban allí, con los mofletes redondos, con los ojos de vidrio hundidos, y más abajo la naricita y la boca, medio abierta; siempre riéndose y como encantadas; y arriba de todo la frente, con una raya de pelos brillantes de la goma seca con que estaban pegados. Las unas estaban dentro de cajas tumbadas, con los ojos cerrados y los brazos quietos al lado del cuerpo. Las otras dentro de cajas puestas de pie, con los ojos abiertos, y también estaban las más pobres, las que tanto si estaban tumbadas como de pie siempre miraban. Vestidas de azul, de rosa, con puntilla rizada alrededor del cuello, con lazos en la cintura caída, con los bajos de tarlatana ahuecada. Los zapatos de charol brillaban a la luz; los calcetines eran blancos, bien estiraditos, las rodillas pintadas de un color de carne más fuerte que el color de la pierna. Siempre allí, tan bonitas dentro del escaparate, esperando que las comprasen y se las llevasen. Las muñecas siempre allí, con la cara de porcelana y la carne de pasta, al lado de los zorros para el polvo, de los sacudidores de las gamuzas de piel y de las gamuzas imitación de piel: todo en la casa de los hules”.

(Tipeo esta cita y se me hace imposible no recordar De cartón piedra, la canción de Serrat que escuché semanas atrás en Buenos Aires, en el concierto despedida de su carrera.

Esta es la letra de nuestro catalán favorito:

Era la Gloria vestida de tul

con la mirada lejana y azul

que sonreía en un escaparate

con la boquita menuda y granate,

y unos zapatos de falso charol

que chispeaban al roce del sol.

 

Limpia y bonita. Siempre iba a la moda.

Arregladita como pa’ ir de boda.

 

Y yo, a todas horas la iba a ver

porque yo amaba a esa mujer

de cartón piedra,

que de San Esteban a Navidades,

entre saldos y novedades,

hacía más tierna mi acera.

 

No era como esas muñecas de abril

que me arañaron de frente y perfil.

Que se comieron mi naranja a gajos.

Que me arrancaron la ilusión de cuajo.

Con la presteza que da el alquiler,

olvida el aire que respiró ayer.

 

Juega las cartas que le da el momento:

“mañana” es sólo un adverbio de tiempo.

 

No, no. Ella esperaba en su vitrina

verme doblar aquella esquina...

Como una novia,

como un pajarillo, pidiéndome:

”libérame, libérame...

y huyamos a escribir la historia”.

 

De una pedrada me cargué el cristal

y corrí, corrí, corrí con ella hasta mi portal.

Todo su cuerpo me tembló en los brazos.

Nos sonreía la luna de marzo.

Bajo la lluvia bailamos un vals,

un, dos, tres, un, dos, tres... todo daba igual.

 

Y yo le hablaba de nuestro futuro,

y ella lloraba en silencio... os lo juro.

 

Y entre cuatro paredes y un techo

se reventó contra su pecho

pena tras pena.

Tuve entre mis manos el universo

e hicimos del pasado un verso

perdido dentro de un poema.

 

Y entonces, llegaron ellos.

Me sacaron a empujones de mi casa

y me encerraron entre estas cuatro paredes blancas,

donde vienen a verme mis amigos

de mes en mes...,

de dos en dos...,

y de seis a siete…).

 

Creo que voy a cantarla de acá hasta el fin de semana, densa la chica.

Guerra y desesperación

Considerada en su momento por García Márquez como “la novela más bella que se ha publicado en España después de la guerra civil”, La Plaza del Diamante es una obra de iniciación y está narrada en primera persona. Uno de los grandes hallazgos de Rodoreda y lo que marca definitivamente el estilo de la novela, es la voz de la protagonista, que con su naturalidad, su encanto y la ternura de sus reflexiones, consigue muy temprano hacerle saber al lector que resultará inolvidable.

Hay varios temas clave en el relato como el machismo, la maternidad, la soledad y la guerra, escenario y punto central porque trae consigo muerte, traición, miedo y necesidades. El Quimet y sus amigos van al frente en la guerra civil y Colometa queda sola con sus hijitos, en una situación cada vez más desesperada.

“Tenía en casa dos bocas abiertas y no tenía con qué llenarlas. No se puede contar lo tristemente que lo pasábamos: nos metíamos temprano en la cama para no acordarnos de que no teníamos cena. Los domingos no nos levantábamos para no tener tanta hambre”.

El final del conflicto deja una tierra regada de sangre y heridas que no cierran.”Estaban muertos los que habían muerto y los que habían quedado vivos, que también era como si estuvieran muertos, que vivían como si les hubieran matado”.

Por esta forma especial que tiene Colometa de pasar por la vida mirando todo con ojos nuevos, el tratamiento político del enfrentamiento fratricida se lee en cuestiones prácticas del día a día: no hay lo que llamaríamos ideología sino observaciones humanas elementales.

En un pasaje muy logrado, la protagonista se encuentra con una amiga de la infancia, quien está con su enamorado en el frente, ambos son combatientes. La chica le relata en detalle una noche de amor en una casa vacía cuyos propietarios habían sido asesinados por los milicianos (no hay descripciones explícitas, sino detalles sutiles de cómo es la casa, con grandes salones y armarios llenos de ropas elegantes, trajes de noche y abrigos de piel). La joven le dice que sin la revolución, pobre y trabajadora como es, “jamás habría tenido una noche de rico y de amor” como la que tuvo.

La Colometa escucha el relato de su amiga. Hace días que no recibe noticias de su marido y está sola con dos hijos en casa sin comida y sin un centavo. Y sigue el relato: “Le dije que me hubiera gustado mucho pasar una noche como aquella que ella había pasado tan enamorada, pero que yo tenía trabajo limpiando despachos y quitando el polvo y cuidando de los niños y que todas las cosas bonitas de la vida, como ahora el viento y las hiedras vivas y los cipreses taladrando el aire y las hojas de un jardín yendo de un lado para otro, no se habían hecho para mí. Que todo se había acabado para mí y que ya solo esperaba tristezas y quebraderos de cabeza”.

El fantasma del incesto

Podría contarte más cosas de la novela porque me quedé atrapada en esa historia y en los detalles que, como dice Rodoreda en una de las entrevistas que encontré en Youtube, “no pueden ser gratuitos y tienen que tener relación con la historia”.

También en esa búsqueda la escuché decir que para la época en que escribió la novela, ella había estado en la plaza del Diamante una sola vez, cuando tenía 11 o 12 años. Dice que sus padres no le permitían bailar por esos días y que se había quedado con muchas ganas de hacerlo, por lo que, tal vez, ese deseo frustrado sea el origen del primer capítulo de la historia de Colometa. (Te morís si la vez con su cabello de ondas blancas y sus ojos vivos, vivísimos, hablar sobre su proceso de escritura y sobre su vida, puchito en mano, echando el humo para un costado para no perturbar al interlocutor, y usando como muletilla un “¿verdad?”, luego de cada frase).

”Hija mía, hay gente a la que un recuerdo le basta para toda la vida”, le dice el padre a su hija en su novela Espejo roto.

Parece que la autora sabía de qué hablaba.

Mercè Rodoreda nació en Barcelona en 1908. Hija única, creció en una casa de lectores pero apenas fue a la escuela por tres años, entre los 7 y los 10 (aunque sobre esto hay dudas; algunas fuentes señalan que el dato fue sostenido por la escritora para enriquecer su perfil autodidacta).

Su abuelo materno fue una figura muy influyente en su vida, él fue quien la introdujo en la poesía, en el amor por la lengua catalana y en el lenguaje de las flores. Y también en el mundo de las palomas. Era su abuelo quien tenía un enorme palomar azul en su casa al que le dedicaba horas y energías y de donde mucho después saldría una de las subtramas centrales de La Plaza del Diamante.

Tenía veinte años cuando debido a las dificultades económicas la familia la empujó a un matrimonio siniestro con su tío materno Juan, catorce años mayor que ella, quien acababa de volver de Argentina —adonde había viajado muy joven— con una pequeña fortuna. Exactamente nueve meses después de la boda nació su único hijo, Jordi.

Aburrida, sin amor ni cariño alguno por su marido, comenzó a escribir y a darle destino profesional a sus textos con pequeñas piezas literarias y colaboraciones periodísticas en diversas publicaciones a las que llegaba por contactos que había comenzado a entablar con intelectuales de la época. Poco después, junto a su ingreso al mundo de los escritores catalanes de moda e influyentes, comenzó la escritura y la publicación de cuentos y novelas. Y también llegaron algunos premios.

”Porque leía a Dostoievsky me creía la persona más importante del mundo”, dice en una entrevista en la que cuenta que un día advirtió que aunque lo hablaba, era incapaz de escribir una carta entera en catalán. Y comenzó a estudiarlo de manera desquiciada, “apasionadamente, como si fuera a morir al día siguiente”.

En 1937, gracias a la ley republicana de divorcio, se separó de su marido y en 1939, con la derrota de los republicanos y el triunfo de Franco, dejó a su hijo Jordi con su madre y partió al exilio a Francia. Allí inició su relación con el periodista y escritor Armand Obiols. Aunque ella no había participado en política, había trabajado en la Generalitat, había escrito cuatro novelas en catalán —lengua prohibida por entonces— y había colaborado con revistas de izquierda y catalanistas. Creía que la salida de España iba a durar unos meses y terminó viviendo fuera de su país por 24 años.

En Francia tuvo una vida agitada porque la ocupación nazi los obligó a abandonar Roissy-en-Brie, población próxima a París en la que vivían. Obiols fue detenido y llevado a varios campos de refugiados de los que los franceses habían mandado a construir hacia el final de la Guerra Civil Española, a fin de contener las olas de refugiados, llamados “extranjeros indeseables” en documentos oficiales. Se trataba de campos de internamiento con los que buscaban mantener encerrados a los cerca de 550.000 republicanos españoles que huían de la represión franquista. Obiols fue uno de ellos.

Se reencontraron en 1943. Rodoreda seguía escribiendo y durante un tiempo se ganó la vida como costurera, un oficio que aprendió de jovencita, como una buena niña de su tiempo. En 1951 viajaron a Ginebra ya que Obiols consiguió trabajo como traductor en la Unesco y allí ella consiguió consolidar su obra y su estilo. Alguna vez dijo que era todo tan aburrido en Suiza que había hallado el escenario ideal para escribir.

(Esto me recordó a Agota Kristof, la extraordinaria escritora húngara autora de Claus y Lucas, quien huyó de su país y terminó trabajando en una fábrica de relojes suiza. Kristof decía algo parecido, como que la previsibilidad de ese aburrimiento le daba tiempo y espacio mental para la creación).

La plaza del Diamante fue escrita a comienzos de los 60 y publicada en 1962. El tono de la narradora, contó Rodoreda, surgió en un cuento suyo, “Tarde en el cine”. La escritora estaba trabajando en su novela Espejo roto cuando apareció la idea de la historia que la haría famosa. “Me arrastró”, dijo en una entrevista en la que también habló del estilo, al que calificó de “una mezcla de banalidad y poesía que produce una especie de dramatismo. Es inconsciente, nació así”. En otra entrevista dijo que creía que el éxito se debía a la simpatía del personaje, “asombrada delante de la vida y delante de todo” y al “estilo claro, transparente, mucho más trabajado de lo que parece”.

Aunque ya no estaban juntos, Obiols continuó siendo su lector más fervoroso y en quien ella más confiaba hasta su muerte, en 1971. Rodoreda regresó definitivamente a España en 1979 y murió a causa de un cáncer de hígado en Girona, en 1983. Aseguran que antes de morir se reconcilió con toda su familia. El matrimonio con su tío y la maternidad de un hijo que era a la vez su primo tuvo consecuencias en su relación con el chico y también en su literatura.

De hecho, la consanguinidad, el incesto y lo monstruoso son centrales en su novela póstuma (inacabada, aunque no incompleta) La muerte y la primavera, escrita a la par de La Plaza del Diamante pero publicada recién en 1986.

“Tratar de resumir la trama de La muerte y la primavera es complejo porque la novela es más un estado de ánimo, un tono, una elección de palabras, un cuento de hadas macabro”, escribe Mariana Enríquez en el posfacio de una edición reciente de Club Editor.

En 1961 le escribió a su editor Joan Sales: “La muerte y la primavera es muy bueno. Terriblemente poético y terriblemente negro. Es mi estilo actual: primera persona y procurando decir las cosas de la manera más pura e inesperada […] Será una novela de amor y de soledad infinita”.

No hay mucha información sobre la relación de Mercè con su hijo, pero leo en alguna crónica que en 1971, luego de la muerte de su tío y exmarido, discutieron por la herencia y no volvieron a hablarse. Diagnosticado con esquizofrenia, Jordi pasó cuatro décadas recluido en instituciones psiquiátricas. El día del entierro de su madre lo sacaron de la clínica para asistir al sepelio.

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Si me das un par de días, escribo un ensayo.

Y es que la novela es soberbia y me abrió las puertas del entusiasmo pero te aseguro que la vida de Mercè Rodoreda es una novela aparte. Algo que no te dije es que no se me ocurrió salir a buscar La Plaza del Diamante porque soy ingeniosa sino que el año pasado la editorial Edhasa la reeditó a propósito de los 60 años de su publicación y con prólogo de Gabriel García Márquez. O sea, volviendo al comienzo, la leí porque entró por la puerta de las novedades, que es con lo que trabajamos la mayoría de los periodistas que nos dedicamos a la cultura.

Por si te dan ganas de escribirme o de contarme algo, te recuerdo mi correo: es hpomeraniec@infobae.com.

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Ojalá hayas podido tomarte vacaciones o estés por hacerlo. A mí me falta poquito para darme unos días de descanso. Lo necesitamos todos.

Por ahora, la seguimos en el envío que viene. Hasta la próxima.

 

Fuente: INFOBAE

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