Secretos de la «nueva derecha» que sostiene a Milei
06.06.2022
Pasó prácticamente inadvertida para la prensa una significativa incursión de Javier Milei en la Feria del Libro; allí el inefable anarcocapitalista presentó en sociedad a su intelectual de cabecera, un joven ensayista que acaba de publicar un best seller, La batalla cultural, al que tampoco parece registrar demasiado el gran radar mediático. Todo el episodio huele raro, a una cierta pereza o a una cancelación, y eso es precisamente lo que llamó la atención de este articulista, que se ha pasado diez años reley
Secretos de la «nueva derecha» que sostiene a Milei
Pasó prácticamente inadvertida para la prensa una significativa incursión de Javier Milei en la Feria del Libro; allí el inefable anarcocapitalista presentó en sociedad a su intelectual de cabecera, un joven ensayista que acaba de publicar un best seller, La batalla cultural, al que tampoco parece registrar demasiado el gran radar mediático. Todo el episodio huele raro, a una cierta pereza o a una cancelación, y eso es precisamente lo que llamó la atención de este articulista, que se ha pasado diez años reley
Esta sinopsis imperfecta no se reduce a Laje ni agota Una batalla cultural, libro excelentemente documentado, pero abre enseguida el primer interrogante: ¿Milei abandonará su mensaje netamente economicista para intentar arrear a los “celestes” en su cruzada? ¿Suma o resta salir de su campaña contra el estatismo para aventurarse en temáticas exóticas y disparatadas como las que exhibió estos días? ¿Laje lo representa cabalmente, o tiene los mismos matices diferenciadores que expresaba Horacio González con respecto a Cristina Kirchner? Algunas de las dificultades que posee la Nueva Derecha para hacer pie en la Argentina se deben a que las iglesias son sus socias naturales; aquí, sin embargo, el papa peronista ordenó acompañar al Gobierno que más insistió con la “ideología de género” y los “pueblos originarios”. ¿Es aplicable una fórmula general pensada para Occidente en un país anómalo, que nunca practicó la democracia republicana plena, y que fue moldeado por un líder estatista (Perón): en los hechos un conservador popular que intentaba representar a la nación católica y buscaba destruir el “demoliberalismo”? ¿Es posible impulsar una estrategia antiglobalización en nuestros pagos, cuando esa ha sido la política permanente que nos aisló y nos trajo hasta esta desgracia económica sin fin? Y el asunto de fondo: ¿no constituye esta obsesión por dinamitar el centro y destruir la democracia representativa una pulsión por instalar una nueva hegemonía, aunque de distinto sesgo? ¿Se puede tomar a Gramsci y a Laclau como maestros sin advertir que ambos pretendían con sus métodos justamente la construcción de un régimen populista de partido único?
Estos son algunos de los puntos que hacen cortocircuitos con esta franquicia internacional, cuyo déficit mayor consiste en no haber pensado con detenimiento el factor decisivo que influyó en nuestra particular decadencia: el “peronismo cultural”. Esta cofradía ultramontana desdeña, por otra parte, el republicanismo popular de centro, plaza donde se arma el sistema de alternancias y de políticas perennes. Es esa única coordenada la que hace posible la convivencia, puesto que obliga a resignar los dogmas y a edificar consensos: un recinto en el que las dos almas contrapuestas de un país pueden coexistir sin violencias y por lo tanto prosperar. Lo contrario es una nación pendular, poco creíble y peligrosamente autodestructiva, atravesada por una guerra civil de los espíritus, que esperemos nunca encarne. Y algo de filosofía barata: una cosa es la reivindicación de los nuevos derechos humanos y otra es la intolerante gendarmería de lo políticamente correcto. Una cosa es señalar los asesinatos políticos de la izquierda setentista, otra muy distinta es exculpar al terrorismo de Estado. Un problema es el estatismo ineficaz y el abolicionismo; otro asunto muy distinto es habilitar la venta de órganos y la compra de armas en el supermercado. La ampulosidad de los extremos seduce, pero lo hace con la seducción de los amantes tóxicos.
endo y refutando los textos del “nacionalismo popular”, jamás se le pasó por la cabeza ignorarlos por perniciosos, y se siente hoy habilitado a ocuparse con el mismo espíritu crítico de este empeñoso tratado de la autodenominada Nueva Derecha. El autor en cuestión se llama Agustín Laje y es producto de un colegio que practicaba el adoctrinamiento izquierdista en su Córdoba natal, y de la rebelión que eso activó en un chico inquieto que no quería formar parte del rebaño. La anécdota es pertinente, puesto que vuelve a recordarnos que cualquier imposición fanática de una “historia oficial” fabrica tarde o temprano una segura insurrección. Estamos hablando de gente orgullosa que se llama a sí misma “reaccionaria”, porque reacciona principalmente contra una “agenda de género” que alcanzó con justicia centralidad pero que, en su variante desbordada y caricaturesca, bordea a veces la imposición soberbia y el ridículo, y frecuentemente cae en paradójicas formas de estigmatización.
Una primera indagación sobre este ideólogo de Milei permite descubrir que es un cientista político con un Máster en Filosofía; que cuenta con quinientos mil seguidores en Twitter y una explosiva carrera como polémico conferencista por toda América Latina y los Estados Unidos. Que respaldan su “manifiesto” el hijo de Bolsonaro, los evangelistas y los católicos ortodoxos, los acólitos de Trump, los adoradores de Marine Le Pen y los militantes de Vox en España. Estamos hablando de algo así como de la nueva Internacional Ultraderechista: facciones que se desembarazaron del centrismo y de lo que llaman el “liberalismo progre”, al que consideran parte del problema porque ha cedido al influjo del “marxismo cultural”. Laje, que ha leído con fruición a Gramsci y a Laclau, reconoce en esos pensadores un diagnóstico certero: cuando el obrero, precisamente por el Estado de bienestar del capitalismo virtuoso, dejó de ser el sujeto histórico de la revolución, como preveía Marx, y la caída del Muro de Berlín selló la certeza de que la economía soviética era un fracaso, la izquierda tomó la decisión de abandonar su economicismo y resolvió militar la cultura en el más amplio sentido, con lo que avanzó creando hegemonías en la articulación de la policía feminista, la ideología general de géneros, el aborto, el igualitarismo, el indigenismo, el cambio climático y otras causas hoy “triunfantes”. Los intelectuales de la Nueva Derecha consideran que deben ahora ser gramscianos, constituirse en “guerrilleros culturales” pero de signo contrario. Que deben involucrarse en el combate de las ideas y básicamente en la argumentación (“cuentas sí, pero también cuentos”) y que deben reunir a por lo menos cuatro sujetos hoy dispersos: libertarios, conservadores, tradicionalistas y patriotas. Esta clase de tipologías desnuda, en principio, el gran conflicto actual entre liberalismo y conservadurismo, que sellaron una alianza junto con el comunismo para derrotar a los fascismos de Europa en el siglo XX, que se mantuvieron unidos durante la Guerra Fría y que se fueron alejando al llegar la globalización. Al liberalismo más dogmático le agregan entonces el conservadurismo moral, el tradicionalismo de los “valores premodernos” y el “patriotismo”, eufemismo con que intentan esconder dos palabras problemáticas: “nacionalista” y “proteccionista”. Pero que también explica uno de sus rasgos fundamentales: se consideran fuerzas antiglobalización. El globalismo, según su teoría, creó un Estado supranacional que intenta imponer legislaciones y prácticas económicas, sociales y familiares: este “cosmopolitismo dirigido” provoca la necesidad de sostener la defensa de las soberanías y, por lo tanto, de políticas emancipatorias respecto del orden mundial. Donald Trump, a quien admiraban también ciertos peronistas, encarnó como se ve todas y cada una de estas creencias, y recordemos que su enemigo principal finalmente no era Putin sino “socialistas” (sic) irredentos como Obama y los Clinton, todos ellos “liber progres” y “relativistas morales”.
Fuente: LA NACION