Efemerides

Una noche de verano, una chica perfumada y el accidente tonto que cambió su vida para siempre

02.02.2023

Erika Altamiranda llevaba años sumergida en una depresión espesa, así que después del accidente creyó que ya no tenía motivos para seguir viviendo. Pasó tres meses internada y en una sala de hospital hizo “el click”. “Gané muchísimo más de lo que perdí”, escribió después, cuando dejó de pensar “soy un monstruo” y mostró sus cicatrices por primera vez

Una noche de verano, una chica perfumada y el accidente tonto que cambió su vida para siempre
Erika Altamiranda llevaba años sumergida en una depresión espesa, así que después del accidente creyó que ya no tenía motivos para seguir viviendo. Pasó tres meses internada y en una sala de hospital hizo “el click”. “Gané muchísimo más de lo que perdí”, escribió después, cuando dejó de pensar “soy un monstruo” y mostró sus cicatrices por primera vez

Ya era de madrugada cuando entró a la ducha, casi las 2 de la mañana de un 27 de diciembre. El calor era tan insoportable que Erika abrió la canilla de agua fría y se metió. Salió todavía mojada y se ató el pelo empapado, quería que el agua le chorreara por los hombros y estirara unos minutos más la fugaz sensación de frescura.

“Así que me puse desodorante y mucho perfume. Después me puse la remera y volví a ponerme perfume. Siempre me encantó eso de pasar y que el resto sienta el aroma que queda”, cuenta Erika Altamiranda a Infobae.

El 2018 estaba terminando y aunque en la superficie todo parecía estar más o menos encaminado por las napas de esa mujer de casi 30 años se extendía una depresión espesa, oscura, con varios intentos de suicidio incluidos.

El accidente sucedió unos minutos después de la ducha de agua fresca: un accidente tonto pero gravísimo, “un descuido que podría haber terminado en tragedia”, piensa. Fue el último trozo que se desprendió y provocó la avalancha pero, en vez de terminar de sepultarla, la catapultó a la superficie.

La depresión

Si es que la depresión tiene bordes del todo tangibles, el de Erika comenzó a los 16 años.

“En una discusión familiar me enteré que mi papá no era mi papá biológico. Así de golpe, como en una novela turca”, recuerda ella, que ahora tiene 35 años, vive en Almirante Brown y es empleada municipal. Fue un impacto enorme, especialmente porque lo que se enteró fue que su padre biológico había abandonado a su mamá mientras estaba embarazada de ella.

“Creo que fue una gran sensación de abandono lo que me quedó”, mastica ahora. También de culpa, porque por alguna razón Erika armó en su cabeza una idea que la convertía en responsable de algo que no había hecho: “Pensaba que si mi mamá no hubiera quedado embarazada de mí él no la habría abandonado”.

Era adolescente y quedó tan empantanada entre las lianas de esos pensamientos que fue ahí cuando intentó quitarse la vida por primera vez. Dos años después, a los 18, Erika quedó embarazada y se convirtió en mamá soltera.

“Así que tuve que hacerle frente a la maternidad sola y criar una criatura cuando yo todavía no había terminado de criarme”, cuenta. Fueron dos fuerzas opuestas: un salvavidas y un ancla en simultáneo.

Claro que toda esa fragilidad y la convicción de que su vida no tenía ningún valor (la creencia de que si hubiera sido una persona valiosa su padre no la habría abandonado) la dejó regalada para entrar de lleno en relaciones violentas.

“Me puse de novia con un chico y sufrí violencia de género en todos los sentidos: psicológica, violencia emocional, física, económica, he sufrido abusos también”, enumera. “La realidad es que yo mostraba a mi alrededor que estaba todo bien pero por dentro llevaba esta mochila. No lo contaba y todos estos problemas me fueron consumiendo”.

Tenía 21 años y ya era mamá cuando se enamoró de una chica, se dio cuenta de que era lesbiana y quedó, al menos al comienzo, sorprendida.

Sin embargo, cuando logró mirar hacia atrás se dio cuenta de que se había obligado a tener relaciones con varones porque se suponía que eso era “lo normal” pero siempre le habían gustado las chicas: compañeritas de escuela que habían oficiado de amigas, celos que había sentido “que no eran celos de amigas”.

 

Pero que su pareja ahora fuera una mujer no dejó atrás la violencia porque toda esa desvalorización histórica no había desaparecido. Así que también vivió con ella una relación sostenida en el maltrato. Fue probar con todo y volver a chocar, fue intentar y no encontrar la puerta lo que la condujo al segundo intento de suicido.

¿Matarse? ¿Era una decisión o una idea desesperada? “En el momento lo que sentís, o al menos lo que yo sentí, es que dejar de existir es la única forma de parar con todo lo que te está pasando. La muerte parece la luz al final del túnel: morir para dejar de sufrir, para que ya no duela”.

El perfume

Aquella madrugada de verano en que entró a la ducha para sobrevivir al calor de diciembre, Erika ya estaba en pareja con quien hoy es su esposa, Carolina. Ya eran “una familia chiquita”, pero Erika seguía cargando con todo ese peso muerto.

La depresión no es algo que desaparezca, menos en poco tiempo. “Había cosas que me pasaban que no las hablaba ni con ella. Venía muy triste, muy agotada y se habían sumado cuestiones con mi cuerpo porque había aumentado mucho de peso. Si tuviera que graficar la depresión diría que es como si el camino siguiera, porque siempre sigue ahí, y de repente volvés a bajar: otro pozo”.

Así que esa noche cuando salió de la ducha Erika se puso la remera, caminó hasta la cocina y encendió una hornalla. La remera no era de algodón sino de acetato, una tela medio brillante, artificial, que se usa mucho porque no encoge, no destiñe ni se arruga.

“Cuando prendí la hornalla no vi que había un repasador encima. Y cuando se empieza a prender fuego, en vez de tirarlo al piso o a la pileta y abrir la canilla lo agarré y lo sacudí para tratar de apagarlo. Ni lo pensé. Yo me había puesto perfume en el cuello y también en la ropa así que en una milésima de segundo la llama vino directo hacia mi remera”, describe y se toca el pecho, como tratando de apagarlo.

 

“Me acuerdo que bajé la mirada y me vi en llamas, literalmente, como en las películas”, sigue. Gritó tanto que su esposa salió del baño corriendo e intentó envolverla con el toallón, pero ya era tarde. “Logré sacarme la remera y el corpiño, pero el fuego ya me había comido parte de la masa muscular de los pechos”.

Desmayarse para no sentir habría sido útil pero Erika nunca perdió la conciencia, por lo que registró cada detalle: ella envuelta en fuego de la cintura hacia arriba; ella esperando a la ambulancia que nunca llegó; ella temblando de miedo en el hospital viendo cómo le despegaban con una pinza la piel quemada del cuerpo.

“Me estaban dando morfina, y yo en mi cabeza trataba de no desvanecerme porque pensaba: si me duermo me caigo al piso, si me caigo me infecto y si me infecto me muero”.

Es cierto que había intentado quitarse la vida en otras oportunidades pero en esa camilla del Hospital Lucio Meléndez, en Adrogué, con su hijo de 13 años esperándola, Erika cambió de opinión. “Tantas veces había coqueteado con la muerte que tuve que estar realmente cerca para no querer morirme”, cuenta con pesar.

Fueron más de 20 entradas al quirófano en las que le sacaron piel sana de otras partes del cuerpo para hacer injertos en las partes quemadas y salvarle la vida. Pasó, en total, tres meses internada, la mayor parte del tiempo en el Hospital de Quemados.

Los pensamientos fueron, al comienzo, la peor parte: “¿Para qué sigo viva?”, “soy un monstruo”, “toda mi vida fue una mierda”, “ahora encima voy a ser una carga”.

Además todo parecía ser su culpa: su culpa que sus ex fueran violentos - “si yo no le hubiese contestado él no me habría pegado”-, su culpa hasta las infidelidades. Encima, su brazo derecho estaba tan comprometido que había chances de que se lo amputaran.

“El golpecito que me acomodó todas las ideas” sucedió después, cuando la pasaron a sala común junto a otras personas que se estaban recuperando de accidentes todavía más graves que el de ella, “y que hacían de todo por salir adelante”.

Una chica que estaba esperando que le hicieran una traqueotomía porque no podía respirar, un muchacho que había perdido sus dos manos en un accidente de trabajo. Con ayuda de su psicóloga, que la mantuvo apuntalada para que no se derrumbara, Erika trató de copiar los pensamientos de esos otros desconocidos: estar mejor como una elección de vida.

“Gané muchísimo más de lo que perdí”, escribió en su perfil de Instagram, y aunque parezca una locura, tiene sentido. “Ese accidente me hizo valorarme a mí misma, algo que se había apagado cuando era chiquita. Aprendí a valorarme aún con las cicatrices, a quererme por primera vez”, dice ahora.

Aprendió a cuidarse, porque el autocuidado tampoco estaba en su lista. Cuidarse desde lo obvio -cuidado con la hornalla, con el fuego- hasta lo menos literal: caminar lento volviendo del trabajo durante una lluvia de verano para disfrutar de empaparse con ganas.

El cambio de piel también trajo la novedad: con la anterior quedó la sumisión, “ahora soy una mujer fuerte”, sonríe, y hace un silencio de despedida.

Fuente: INFOBAE

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