JUDICIAL Y POLICIALES

El crimen del arquitecto que conmocionó a la Buenos Aires de principios del siglo XX

11.11.2022

Vittorio Meano construyó el Teatro Colón y el Congreso de la Nación y murió en su propia casa asesinado por su mayordomo. 

El crimen del arquitecto que conmocionó a la Buenos Aires de principios del siglo XX

Vittorio Meano construyó el Teatro Colón y el Congreso de la Nación y murió en su propia casa asesinado por su mayordomo. 

A pesar de haber sido edificada a fines del siglo XIX, la casona de Rodríguez Peña 30, en el barrio de Monserrat, dista de ser un monumento histórico. Aún así, la fachada de sus dos pisos superiores no sufrió otra alteración que la del paso del tiempo. En cambio, desde principios del siglo XXI, la planta baja albergaba un local de plomería y un maxikiosco casi oculto bajo un toldo que alguna vez fue rojo.

Ese lugar estaba habitado por “okupas”. Por tal motivo no era extraño que, de tanto en tanto, algún patrullero se detuviera frente al portón. Eso fue lo que ocurrió el 1 de junio de 2009.

Un buen comienzo como para conmemorar una efemérides.
 

El hijo de la desgracia

Hacía exactamente 21 lustros de esa escena –en el atardecer del 1 de junio de 1904– una figura no carente de elegancia emergió por los fondos de una obra en construcción, la del Congreso Nacional.

Ese sujeto  parecía apurado. A su paso, algunos albañiles le dispensaron un saludo que él retribuyó con seco cabeceo. Minutos después, llave en mano, llegó a la casona de la calle Rodríguez Peña, que entonces lucía muy moderna y señorial. En ese instante, su premura se disipó en una vacilación y durante unos segundos mantuvo los ojos clavados sobre una chapa de bronce en la que se leía “Estudio de arquitectura Meano”.

Lo cierto es que el prestigioso Vittorio Meano no sabía si ingresar a su gabinete de trabajo o, por el contrario –tal como lo había planeado–, abrir con sigilo el portón de cedro que conducía a través de una extensa escalinata hacia la vivienda. No era uno de sus mejores días.

Tal vez entonces haya evocado el sino trágico de su origen.

Nacido en un vientre que ya había gestado otras nueve vidas, su madre no sobrevivió al parto. Aquello había ocurrido 44 años antes en el pueblo piamontés de Susa, a 53 kilómetros de Turín, cuando únicamente tres de sus hermanos estaban con vida. Y su padre, luego de casarse nuevamente, murió fulminado por un infarto. En consecuencia, el niño Vittorio fue criado por la madrastra y su hermano mayor, quien respondía al nombre de Césare.

Ahora, siempre con la llave en la mano, pero todavía sin decidir por qué puerta ingresar, trataba de reconfortarse con la ilusión de haber hecho todo lo posible para huir de su proclividad hacia el infortunio.

Entonces recordó con nostalgia su época universitaria en Turín, la cual supo alternar con un empleo en la compañía de ingeniería dirigida por Césare, de quien se independizó al obtener el diploma de arquitecto.

A continuación, sus remembranzas lo guiaron hacia ese día primaveral de 1853, cuando Francesco Tamburini, un auténtico artista de la construcción, le propuso que viajara con él a Buenos Aires porque había sido contratado por el gobierno argentino. A partir de ese preciso momento, su crecimiento profesional sería una merecida revancha.

En el Río de la Plata secundó a su mentor nada menos que en el diseño del Teatro Colón. En 1890, a raíz de la inesperada muerte de Tamburini, ese proyecto quedó exclusivamente en sus manos.

Vittorio apenas tenía 29 años. Y su prestigio fue en aumento, al punto de que, cinco años después, se le encomendó la traza del Congreso Nacional, tarea a la que se entregó con fruición.

Tanto es así que, obsesionado por vivir cerca de su obra, se mudó de su domicilio situado en la avenida Cerrito –a metros del Colón– a la casona de la calle Rodríguez Peña (también proyectada por él).

Allí, entre empleados del estudio, mucamas y mayordomos, circulaban unas 15 personas. Pero en medio de semejante trajín, dicho inmueble fue a su vez su nidito de amor, ya que todas las noches, después de controlar con sus propios ojos cada uno de los avances en la edificación de la futura legislatura, lo aguardaba su amada esposa, la “signora” Luisa.

Ese miércoles, Vittorio había llegado más temprano que de costumbre, y –como ya se sabe– su ánimo no era el mejor.
La inesperada irrupción del dueño de casa fue advertida por una criada. Y un sexto sentido hizo que se fuera a su habitación, en el segundo piso.

Al hacerlo, vio de refilón como su patrona, visiblemente nerviosa, salía al encuentro de don Vittorio. El resto únicamente lo oyó.

Primero, una agria discusión que no pudo descifrar: la pareja gritaba en italiano. Después, el inequívoco sonido de un disparo.
Finalmente, un pesado silencio.

 

Arquitectura de un instante

En este punto es necesario retroceder a los primeros días de 1883 en la ciudad de Turín, donde transcurrió el prolegómeno de esta trama.

En su periferia vivía un tal Ettore Franchini. El tipo era un lumpen que sobrevivía con un oficio no muy honroso: proxeneta de su propia esposa.

Ella, una bella mujer de 26 años llamada Luigia, solía ofrecerse en una esquina próxima a la basílica de Superga. Allí, durante una fría noche, fue abordada por un joven que estaba de juerga. Y a cambio de unos billetes se entregó a sus deseos en un costado del templo, entre los sepulcros de los Saboya.

En tales circunstancias, de Vittorio Meano se apoderó el amor. Y Luigia supo que su vida daría un giro espectacular. Pero allí ese lazo prohibido no podía tener otro futuro que el escarnio o la muerte violeta. Por eso, cuando Tamburini conchabó a Vittorio para viajar a Buenos Aires, la señora Franchini sería de la partida. Conmovido por aquella gesta romántica, el viejo arquitecto no opuso reparo alguno, y con identidades falsas para no ser rastreados por el marido de la adúltera, la pareja se embarcó rumbo al Río de la Plata.

Ya se sebe que, a partir de entonces, todo iría viento en popa. Pero no así su inserción en la alta sociedad porteña. A pesar de que esta sentía una indisimulada debilidad por los ingenieros y arquitectos. A Vittorio le resultó imposible soslayar que su unión con Luigia estaba floja de papeles.

Sin embargo, siete años después –en coincidencia con el fallecimiento Tamburini– la mujer supo que había enviudado y Vittorio entonces la desposó con todas las de la ley. Así, Luigia pasó a ser la señora Luisa de Meano.

No obstante, el vínculo entre ellos empezó a resquebrajarse. El exitoso Vittorio le dedicaba más tiempo al Teatro Colón y al Congreso Nacional que a su propia mujer. Además, su carácter se fue tornando cada vez más sombrío. Entre otras razones, porque se lo acusaba de haber sido favorecido de manera ilícita en la adjudicación del proyecto para construir el palacio legislativo (dicho sea de paso, el senador Carlos Pellegrini ejerció toda su influencia para beneficiarlo) y también se lo señalaba por presuntos manejos turbios de los fondos. Pero, además, tuvo que lidiar con sus colegas –entre ellos, el célebre Juan Buschiazzo–, quienes con múltiples maniobras pretendían arrebatarle el proyecto del coliseo lírico. En resumen, los problemas lo superaban.

De modo que, ya en el verano 1904, Meano era un monstruo social. Y sus víctimas preferenciales fueron sus empleados y el personal doméstico de su residencia; en especial, un mayordomo –piamontés como él, llamado Carlo Passera, al que terminó despidiendo pese a las súplicas de Luisa.

En aquel miércoles 1 de junio alguien le había soplado al oído que ella recibía visitas clandestinas en su alcoba. En tal contexto se produjo su sorpresiva irrupción al hogar. Ahora la pareja discutía acaloradamente al pie de la escalera. Luisa, no sin desesperación, se deshacía en explicaciones. Y él, con la voz al cuello repetía una y otra vez: “¡Spazztura di strada!” (Basura de calle). 
En ese preciso instante sonó el disparo.

Al desplomarse herido de muerte, el desafortunado arquitecto alcanzó a ver en la baranda de la primera planta una silueta cuyas manos sostenían un revolver Remington. No era otro que Carlo, quien estaba en paños menores. Aquella fue la imagen que Vittorio Meano se llevó al Más Allá. Por ese asesinato, el mayordomo Passera fue condenado a 17 años de prisión. En cambio, a Luisa  se le perdonó su rol de cómplice, con la condición de regresar a Italia.
 

Bonus Track

Con la precisión propia de un guionista mediocre, exactamente al cumplirse 105 años de aquella tragedia, una comisión de la Policía Federa ingresaba al mismo escenario del crimen.

La escena ocurría en la mañana del 1 de junio de 2009.

Sobre la vereda seguía estacionado el patrullero. Sin embargo, en vez de la ambulancia ahora había una morguera.
Otros policías cortaban el tránsito y una muchedumbre pugnaba por ver a un sujeto de mala traza que, esposado, con la cabeza gacha y conducido por tres uniformados, emergía por el viejo y ya ajado portón de cedro: aquel tipo acababa de matar a una mujer.

Ese acto solo le valió un  suelto en la quinta edición del diario Crónica.

Fuente: TELAM

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